Hace un par de semanas les compartí un artículo sobre la paciencia y cómo esta virtud viene siendo desterrada por el defecto de la impaciencia. Hoy quiero sumarle la envidia, una emoción que puede ser maliciosa o benigna, depende del lado en que sea analizada.
La escritora Nora Vázquez publica, en el portal web Ethic, el artículo ‘La esclavitud de la envidia’, que bien puede ser considerado como una radiografía con argumentos válidos para el debate. A continuación se los comparto:
“Ese gusano que se enrosca en las entrañas. Un veneno antiguo, destilado en los rincones de la taberna, que se hereda de generación en generación como un legado maldito. Dicen los sabios que viene de lejos, de tiempos de cavernas y mamuts, cuando la supervivencia era una lucha encarnizada y la envidia un arma más en el arsenal del hombre primitivo.
Estudios científicos han identificado que la envidia está grabada en nuestros genes, en esas áreas cerebrales, como la corteza cingulada anterior, que se activa cuando experimentamos dolor social, y el estriado ventral, asociado con la recompensa y la motivación. Estos hallazgos sugieren que la envidia podría estar arraigada en nuestra biología, aunque su expresión e intensidad varían según factores culturales, sociales y personales. Se encienden como luces de alarma cuando nos sentimos amenazados por el éxito ajeno.
No es cosa del pasado, no ha quedado fosilizada. Sigue aquí, agazapada en cada esquina, esperando el momento oportuno para saltar sobre nosotros.
La envidia siempre tiene hambre, es difícil hacer satisfacer su apetito imparable. Se alimenta de la comparación, de la insatisfacción, de la sensación de que nunca tenemos suficiente. Nos hace desear lo que tienen los demás, aunque no lo necesitemos, aunque no nos haga felices. Nos convierte en seres mezquinos y resentidos, incapaces de alegrarnos por el éxito ajeno. Una tortura que nos infligimos a nosotros mismos, una condena que nos encadena a la infelicidad.
La historia está plagada de ejemplos de envidia, desde Caín, que mató a su hermano Abel por celos, hasta Salieri, que conspiró contra Mozart por no soportar su genio.
En el Renacimiento, la envidia entre artistas y mecenas fue el caldo de cultivo de rivalidades y conspiraciones que marcaron la época. Miguel Ángel y Leonardo da Vinci, dos de los mayores genios de la historia, se enzarzaron en una lucha encarnizada por el favor de los poderosos.
La vemos en los ojos vidriosos de la vecina que mira con recelo nuestro nuevo coche, en la sonrisa forzada de la compañera de trabajo que celebra a regañadientes nuestro ascenso, en el comentario mordaz del amigo que menosprecia nuestros logros. Y todo ello conjugado con un afán de entorpecer al que consigue una meta que para otro es inaceptable. Un cosquilleo en el estómago, cambio de gesto en la comisura de los labios, y el misil verbal que si no es inmediato en breve comenzará a florecer. Con algún comentario que intente menospreciar o alegría desfigurada por la manera en que se mira. La intensa mediocridad del envidioso, en su forma más negativa, hace aparecer un aura tóxica, como el humo de un cigarrillo.
La envidia es un espejo deformante que nos muestra una imagen distorsionada de nosotros mismos y del mundo que nos rodea. Nos hace creer que somos inferiores, que no merecemos lo que tenemos, que la felicidad es un privilegio reservado para unos pocos elegidos. Nos encierra en una cárcel de negatividad, donde la única salida parece ser la destrucción del otro. En el fondo, es una emoción contradictoria. Anhelamos lo que el otro tiene, pero al mismo tiempo, deseamos que lo pierda. Es un juego perverso de deseo y resentimiento, de admiración y odio. Nos debatimos entre la atracción y el rechazo, entre el querer ser como el otro y el querer destruirlo.
El envidioso, según Nietzsche, es un ser débil y resentido que se consume en su propia amargura, incapaz de crear y de afirmar su propia vida. Se regodea en el fracaso ajeno, busca rebajar al otro para sentirse superior, pero en realidad solo se hunde más en su propia miseria.
Sin embargo, el filósofo alemán también reconocía el potencial transformador de la envidia. Para él, la envidia no era simplemente un sentimiento negativo, sino una fuerza poderosa y ambivalente que podía tanto destruir como impulsar al individuo. Veía en ella una manifestación del ressentiment, ese resentimiento corrosivo que surge de la impotencia y la frustración ante la superioridad del otro.
Para Nietzsche, la envidia podía ser un acicate para la superación, un estímulo para la creación. El individuo que es capaz de canalizar su envidia, de convertirla en admiración y emulación, puede llegar a superar al objeto de su envidia y alcanzar su propia grandeza.
En este sentido, la envidia se convierte en una fuerza vital, una expresión de la voluntad de poder nietzscheana. No se trata de negar la envidia, sino de transformarla, de sublimarla, de convertirla en un motor de crecimiento personal.
Nietzsche nos invita a mirar la envidia a los ojos, a reconocerla como parte de nuestra naturaleza humana, pero también a no dejarnos dominar por ella. Nos desafía a convertir la envidia en una herramienta para nuestro propio desarrollo, a utilizarla como trampolín para alcanzar nuestras metas y superar nuestras limitaciones.
En el plano político
En ‘El Príncipe’, Maquiavelo advierte sobre los peligros de la envidia para el gobernante. Un líder envidiado es un líder vulnerable, expuesto a las conspiraciones y a la deslealtad de aquellos que codician su poder. Por ello, el gobernante sabio debe aprender a manejar la envidia, a controlarla y a utilizarla en su beneficio.
Maquiavelo no proponía erradicar la envidia, pues la consideraba una tarea imposible. En cambio, aconsejaba al gobernante mostrarse generoso y justo, pero también firme y decidido, para evitar que la envidia se convierta en odio y rebelión. Debía ganarse el respeto y la admiración de sus súbditos, pero también infundirles un cierto temor, para que no se atrevan a desafiar su autoridad.
En este sentido, Maquiavelo veía la envidia como una herramienta de control social. Un gobernante hábil podía utilizar la envidia de los poderosos para mantenerlos divididos y enfrentados entre sí, impidiendo así que se unieran contra él. También podía canalizar la envidia del pueblo hacia enemigos externos, desviando así su atención de los problemas internos y fortaleciendo su propio poder.
La envidia es una voz que susurra en nuestro oído que no somos lo suficientemente buenos, nos repite que siempre habrá alguien que posea más, que destaque con mayor fulgor. Como un aguijón, puede herirnos profundamente, pero también puede ser un estímulo para el crecimiento, una invitación a salir de nuestra zona de confort y a explorar nuevos horizontes. Si somos capaces de mirar más allá de la superficie, de comprender las raíces de nuestra envidia y de trabajar en nosotros mismos, podemos transformar este sentimiento corrosivo en una oportunidad para el autoconocimiento y el desarrollo personal.
En lugar de dejarnos llevar por la corriente de la envidia, podemos elegir el camino de la virtud, de la gratitud y de la empatía. Podemos aprender a celebrar los logros ajenos, a encontrar en ellos una fuente de inspiración y a utilizarlos como impulso para alcanzar nuestros propios sueños. Al final, la envidia no es más que una sombra que se desvanece ante la luz de la sabiduría, la propia aceptación y la búsqueda de la verdadera felicidad, esa que reside en nuestro interior y no en la comparación con los demás.
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