Y se me dio -a mis cuarenta y cinco años-, despojarme de ropajes
al escribir, al estilo del poeta Jaime Jaramillo y, quizá,
el de muchos más.
No me refiero a mi mente y alma desnudas para escribir -ellas
siempre han lucido así-, sino al vestido sobre la piel: La blusa
vaporosa que apenas roza mis pechos; las bragas que he tenido
que poner al sol para aparentar desaguar cada encuentro con
Joseph en estos días de sol maduro, sin lunas de ayer; me
refiero, además, al rímel corrido sobre mis párpados que habla
de placer y entrega.
Sentada frente al computador, el abanico de piso no hace más
que zarandear mis vellos y eriza r la piel; siento frío, aun así, la
sensación de libertad absoluta es tan placentera como “hacer
pis” después de siete horas de no haberlo hecho.
Y el abanico estremece mis recuerdos de caricias que llegan de
madrugada; levanta una que otra página de los libros que
reposan sobre el escritorio, rompe el vuelo del silencio, invade
más que mi piel, irriga por toda la habitación el aroma del
“palosanto” que lento va quemándose.
Así que no solo me quito la ropa; me quito la piel cada mañana;
van quedando restos de mí en el sofá, en la cama, en el baño, en
el balcón, en la silla donde me siento frente al escritorio cada
madrugada … Y dejo mi piel más vencida frente al espejo
para encontrarme luego en mis ojos.
Así me reconozco como poeta de la vida más allá de escribir
poemas, mujer poeta que lee el tiempo en su piel y en el poema
que apenas empiezo a escribir para mí y mi vuelo conmigo.
Poeta invitada: Dina Luz Pardo Olaya
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