La lumbre alta recibió de golpe a la sartén
y ésta al aceite
y el aceite a la cebolla en juliana.
¡Cómo cantó la cebolla!,
en un crujir que se alargó en repetidas eses
puso a bailar mi boca
e imitarla suavecito y apretadito.
Bailaron mis labios,
se juntaron al sonido de consonantes
se abrieron al sonido de vocales
y otras con el ritmo del cha cha chá de la cebolla
al soltar sus jugos y aroma
Él me observaba y de a poco se acercó.
Yo le dije que esperara,
que no rozara mis pechos
adormitados mientras cocinaba,
que las medidas de protección a la vista
no garantizaban nuestra seguridad.
Él insistió en encontrar
las dos temperaturas de la afinación
en medio de la cocción.
La cebolla siguió su crujir caramelizado,
su escarcha dejó de ser blanca
para tomar el color de mi piel morena
y después el de mis pezones
que pronunciaban su nombre en puntada.
Le dije en silencio
-Ven, no tengas miedo a los fuegos-.
Le dije con voz de desespero
-¡Aléjate!, podríamos resultar
con quemaduras de tercer grado-.
Él me dijo con su nariz enrojecida por los olores,
que podíamos seguir bailando
al ritmo cha cha chá del sofreír de la cebolla,
un, dos cha cha chá
un-dos-tres.
Otra vez,
Un, dos cha, cha chá
un-dos-tres.
Yo le dije, él me dijo,
nos dijimos,
de nada importaron las palabras.
Al final… la cebolla se quemó
y nosotros también.
Poeta invitada: Dina Luz Pardo Olaya
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